Este artículo pretende hacer reflexionar a los padres sobre el acto de difundir la imagen de sus hijos en Internet. No pretende juzgar ni defender ninguna postura concreta, sino simplemente tomar conciencia y reflexionar.
El derecho a la propia imagen es un derecho que nos protege de la obtención, publicación o divulgación de nuestra imagen por terceros, con el objeto de salvaguardar un ámbito propio, reservado e íntimo, alejado en definitiva del conocimiento de los demás.
Se trata de un derecho amparado por la Constitución Española (art. 18.1) y protegido, además, por la ley del Derecho al Honor, a la Intimidad Personal y a la Propia Imagen (Ley Orgánica 1/1982, 5 de mayo).
Nuestras imágenes y las de los menores están también protegidas por la Ley de Protección de Datos (Ley Orgánica 15/1999, de 13 de diciembre, de Protección de Datos de Carácter Personal), para aquellos casos en que nuestra imagen es recogida por medios automatizados, como cámaras de vigilancia.
Todas estas leyes tratan de protegernos contra intromisiones ilegítimas, es decir, contra el uso de información privada que sea utilizada sin nuestro consentimiento expreso.
A pesar de tanta protección, sin embargo, vemos en televisión continuamente noticias que divulgan la imagen de personas anónimas o no anónimas, implicadas o no implicadas directamente en la noticia difundida. ¿Qué ocurre aquí? ¿Por qué no se protege nuestro derecho a la privacidad?
En estos casos sucede que, por el bien superior del interés público, el derecho de la sociedad a la información prevalece sobre el derecho de la persona a la propia imagen.
Por poner un ejemplo extremo, en un atentado terrorista, como el de Barcelona en 2017, prevalece el derecho de la sociedad a saber lo que ha pasado, por encima del derecho de las víctimas a salvaguardar su intimidad.
Esta prioridad tiene una excepción, a saber: cuando se trata de menores. Así lo recoge la ley del menor (Ley Orgánica 1/1996, de 15 de enero, de Protección Jurídica del Menor, de modificación del Código Civil y de la Ley de Enjuiciamiento Civil), inspirada fundamentalmente en el interés superior del menor.
Este es el motivo por el cual los medios de comunicación suelen tapar o distorsionar el rostro de los menores que aparecen en las noticias. Detalle que, por cierto, se descuidó en la difusión de las imágenes del atentado de Barcelona, lo cual generó cierta polémica.
Recordar también que estos derechos personalísimos (honor, intimidad y propia imagen) son grandes logros de nuestra sociedad. La intención es impedir que el estado, otra persona o una empresa utilicen nuestros datos en contra de nuestros intereses. Del interés superior del menor como principio inspirador también podemos sentirnos orgullosos.
Un derecho alcanza la categoría de personalísimo cuando se considera inherente a la persona, esto es, intransferible. Sin embargo, en los menores la cosa cambia. Los menores, al no gozar jurídicamente de la capacidad de obrar, no son los titulares de estos derechos, que pasan a ser sus padres.
No hay una frontera de edad delimitada que marque el momento exacto en que los menores pueden gozar de estos derechos por sí mismos. La ley establece que los niños pasarán a ser titulares de estos derechos cuando alcancen una madurez suficiente, lo cual está sometido a procesos evolutivos diferentes en cada individuo, pero suele ocurrir entre los 12 y los 14 años.
Si nos fijamos, los niños de esta edad ya no permiten tan fácilmente que los vistan sus padres, lo cual nos da una idea de cómo se van adueñando de forma natural de su propia imagen. Los jueces ya escuchan a niños de estas edades y, según caso y criterio, los derechos de representación de los padres pueden quedar revocados.
Sin embargo, hasta la época prepúber más o menos, nuestra jurisprudencia otorga a los padres el poder sobre el derecho a la intimidad, el honor y la imagen de sus hijos menores. Y aquí está el quid de la cuestión: que un gran poder conlleva una gran responsabilidad, como le dijeron a un famoso superhéroe.
Además, en este caso, no se trata sólo de una responsabilidad jurídica, sino también de una responsabilidad psicológica.
Cabe preguntarnos, por ejemplo, qué concepto de intimidad tendrán nuestros niños en el futuro, habiendo crecido en un ambiente donde su vida nunca ha sido privada, sino más bien pública.
Cabe preguntarse hasta dónde se sentirán dueños de su propia imagen, habiendo crecido en un mundo donde su imagen se exhibe continuamente, apareciendo ellos en vídeos y fotos en todo tipo de situaciones.
Cabe preguntarse si estos niños tendrán un concepto de sí mismos distinto al que está publicado en las redes sociales o si, por el contrario, su identidad personal estará indisolublemente asociada a la idea que las redes proyectan de ellos mismos.
Cabe preguntarse hasta qué punto se sentirán cómodos en un futuro donde su biografía estará al alcance de cualquiera: futuros amigos, conocidos, parejas, técnicos de selección de personal, compañeros de trabajo, personas non gratas…
Cabe preguntarse si todo aquel que tenga acceso a la información que difundimos sobre nuestros hijos alberga buenas intenciones o, tal vez, pretende utilizarla de forma perjudicial para su bienestar y seguridad.
Cabe preguntarse si, cuando nuestros hijos alcancen la madurez suficiente y pasen a ser los titulares de sus legítimos derechos de imagen, estarán de acuerdo en el uso que hemos hecho de ellos o si, por el contrario, se sentirán de alguna manera invadidos.
Cabe preguntarse, también, si todas estas aprensiones que describo no serán sino las propias de una época de cambios y a la luz del tiempo se verán ridículas, tal vez en un futuro tecnológico donde estos derechos se hayan incluso extinguido, quizá cuando llevemos cámaras de vídeo en las pupilas y toda nuestra vida sea grabada en tiempo real desde distintos ángulos, almacenada y publicada de forma automática.
Cabe reflexionar, en definitiva, acerca de cómo vamos a gestionar el derecho al honor, a la intimidad y a la imagen de nuestros hijos, ya que como padres se nos ha otorgado este gran poder.
No se trata de ponernos demasiado rígidos y pretender ir en contra del espíritu de los tiempos. Es obvio que Internet nos está fagocitando y hay que adaptarse. Se trata de tomar más conciencia acerca de lo que hacemos, de no perder el pensamiento crítico, independientemente de lo que decidamos hacer en cada momento.
Una mayor conciencia nos hace más libres.