Recientemente me embarqué en una ambiciosa lectura que me enamoró y horrorizó a partes iguales: “El hombre en busca del sentido”, del psiquiatra Viktor Frankl. No digo ambiciosa por vasta o compleja, porque de hecho es bastante asequible, sino por las implicaciones filosóficas y personales que una lectura de semejante altura humana es capaz de provocar al incauto lector.
Este doctor judío fue preso en los campos de concentración nazis de la segunda guerra mundial. Merced de tan funesta experiencia, desarrolló su sistema terapéutico: la logoterapia. El libro al que me refiero es un repaso autobiográfico, desde un punto de vista psicológico, de su experiencia como prisionero. El resultado no puede ser otro que un potente legado existencialista que a ningún existente debería dejar indiferente.
En una ocasión, un psicoanalista preguntó a Frankl por una definición rápida y precisa de su logoterapia. Éste le devolvió la misma pregunta sobre el psicoanálisis, a lo que el primero en tono algo jocoso respondió: “El psicoanálisis consiste en tumbar a alguien en un diván, sentarse detrás y dejarlo hablar sobre cosas que el terapeuta preferiría no escuchar”. El doctor Frankl le respondió: “La logoterapia es al revés: consiste en sentar a una persona en una silla, hablarle de frente y decirle cosas que preferiría no escuchar”.
En efecto, el sistema terapéutico creado por Viktor Frankl se enmarca en las terapias existencialistas, y hay pocas cosas que puedan resultar tan aversivas como enfrentar al ser humano con su propia existencia. Ahora veremos por qué.
La mayoría de nosotros nos resistimos a asumir la responsabilidad de nuestra propia vida. Muchas veces delegamos esa responsabilidad en otros: en nuestra pareja, en nuestro jefe, en nuestro socio, en nuestros padres, en nuestra religión, en nuestro psicólogo, en nuestros gobernantes, en nuestra educación, en las leyes imperantes… ¡Es tan fácil delegar!
Sin embargo, ¿qué significa responsabilizarse de la propia existencia? ¿Cuál es el sentido de la vida? ¿Qué es lo que hemos venido a hacer aquí? Tras haber leído a Frankl, me siento enriquecido por su pensamiento y voy a atreverme a dar mi humilde opinión sobre estas cuestiones.
En primer lugar, hay que tener en cuenta que no hay un sentido de la vida comodín, es decir, que sirva para todo el mundo. Cada uno debe encontrar su propio sentido de la vida, su porqué particular en el marco de su existencia. Esto ya entraña una gran responsabilidad, puesto que se trata de una búsqueda personal que nadie puede hacer por nosotros.
Cuando un afortunado encuentra ese porqué y se aferra a él, todos los obstáculos que le pone la vida por delante se suavizan bastante. Escribió Nietzsche en El crepúsculo de los ídolos: “Cuando uno tiene su propio porqué de la vida, se aviene a casi cualquier cómo”. Esto significa que no hay nada mejor que una razón para existir a la hora de enfrentarse con dignidad a los retos que plantea la vida.
Esta necesidad tan humana de perseguir un fin, Viktor Frankl la tuvo muy presente durante su internamiento. En los peores momentos, trataba de inculcar en sus compañeros un sentido a todo aquel sufrimiento. Cada uno tendría su sentido propio, una razón para sobrevivir que le esperaba más allá de su confinamiento, en una hipotética libertad futura. Aferrados a esa débil llama de esperanza, algunos consiguieron soportar aquel calvario. Mantener un objetivo en mente les permitió conservar su identidad, su esencia, el último resquicio de su humanidad, en lugar de desaparecer bajo el dolor y la desesperación.
En segundo lugar, es importante darse cuenta de que ese sentido vital particular de cada uno de nosotros puede ser variable en el tiempo. El sentido de la vida no es algo inmutable, no se trata de una misión que cumplir tras la cual ya podamos descansar. Cada momento de nuestra existencia merece ser tomado en consideración.
El sentido de la vida va cambiando según nosotros vamos cambiando y según van cambiando nuestras circunstancias. Mis razones no pueden ser las mismas a los 8 años, a los 30 y a los 70, estando soltero o con familia, siendo estudiante o jubilado, estando sano o terminal. Cada momento vital merece su reflexión y adaptación apropiadas.
Esto implica también una gran responsabilidad, porque supone que debemos estar continuamente revisando nuestros valores personales, es decir, aquellas cosas a las que damos prioridad y máxima importancia, y proponiéndonos nuevos objetivos y metas en base a los cuales tendremos que orientar nuestras acciones.
Por lo tanto, no podemos conformarnos con una rutina fija. Hacerse cargo de nuestra existencia supone analizarse, interrogarse, reorientarse y reconstruirse cada cierto tiempo. No hay fórmulas mágicas que nos eximan de la necesidad de esta saludable y constante actitud introspectiva.
En tercer lugar, la propia palabra “sentido” implica un movimiento hacia algún lugar. Si alguna vez hemos estudiado física, tal vez recordemos el concepto de vector. Un vector es como una flecha y se define por tres características: dirección, longitud y sentido. El sentido es lo que conduce al vector desde su punto de inicio hasta su punto final.
En nuestra existencia el concepto de sentido no es distinto. Nuestro sentido de la vida nos transportará desde el punto en el que estamos ahora hasta el punto al cual queremos llegar. Y no hablo de llegar hasta la meta final de toda nuestra vida, sino sólo hasta el siguiente hito, hasta la siguiente estación, donde tendremos que volver a decidir a dónde queremos ir, es decir, donde habrá que volver a darle un nuevo sentido a nuestra existencia.
Nuevamente, esto conlleva una gran responsabilidad, porque nos obliga a definir con certeza dos posiciones: 1) en qué punto estamos ahora mismo; algo que no siempre estamos dispuestos a aceptar, porque puede ser doloroso o, al menos, no muy halagüeño; y 2) cuál es nuestro futuro deseado; esto implica trazar esa hoja de ruta que tampoco estamos fácilmente dispuestos a asumir, por miedo al fracaso o, incluso, miedo al éxito.
Sin embargo, hacerse responsable de la propia existencia consiste precisamente en esto: en resolver activamente la tensión que existe entre nuestro presente y el futuro que proyectamos, en lugar de simplemente dejar que el tiempo pase.
En resumen, como se puede intuir tras lo explicado, este tipo de planteamientos existenciales conllevan responsabilidades que muchos de nosotros preferimos pasar por alto, conllevan preguntas que preferiríamos no escuchar, conllevan miradas interiores que preferiríamos guardar tras un tupido velo. Es comprensible. Vivir da miedo.
En efecto, puede llegar a dar mucho miedo hacernos responsables de nuestra propia vida: preguntarnos qué hemos conseguido hasta la fecha, preguntarnos qué es lo que queremos conseguir a partir de ahora, asumir los riesgos que supone esta reorganización de nuestro tiempo, comenzar a aplicar las acciones y los cambios necesarios para tomar las riendas de nuestro destino…
Solamente cuando nos ocurren cosas terribles, como le ocurrieron al doctor Frankl por culpa de la guerra, o como nos ocurre a todos alguna vez en la vida cuando, por ejemplo, nos enfrentamos a una pérdida significativa de cualquier tipo (nuestra libertad, nuestro ser más querido, nuestra salud, nuestra seguridad…), sólo entonces nos sentimos naturalmente inclinados a tomar plena consciencia de nuestra existencia y a preocuparnos por las cosas verdaderamente importantes en la vida.
Y yo pregunto: ¿Es necesario esperar a estos extremos para darnos cuenta de lo valiosos que somos? ¿Para ser conscientes del compromiso ineludible que mantenemos con nuestra propia existencia? ¿Para saber que, sean cuales sean nuestras circunstancias y aunque no podamos cambiarlas, al menos podemos decidir cómo vamos a relacionarnos con ellas?
Sin duda nuestros hombros van mucho más ligeros dejándonos arrastrar por la rutina, permitiendo que otros tomen las decisiones importantes, confiando en la suerte o en el destino, dejando nuestra vida en manos de la justicia universal o divina. Sin embargo, estoy convencido de que esta elusión de responsabilidad sobre la propia vida está en la base de muchos problemas psicológicos. Esta pasividad, tarde o temprano, sublima en una florida sintomatología psicopatológica, cuando uno ha decidido no conducir su propia existencia.
Como decía el doctor Frankl, no te preguntes qué esperas de la vida, pregúntate qué espera la vida de ti. Tal vez tú ya no esperes mucho, pero ten por seguro que hay un tú en tu futuro que está esperándote y que, tarde o temprano, te invitará a hacer un balance. Quizá entonces, restrospectivamente, te venga la iluminación y sepas qué es lo que la vida esperaba de ti en estos momentos. Pero entonces será tarde para este hoy.
Escribió Viktor Frankl: “Vive como si ya estuvieras viviendo por segunda vez y como si la primera vez ya hubieras obrado tan desacertadamente como ahora estás a punto de obrar”.
¿Nunca habéis pensado eso de “ojalá pudiera volver atrás en el tiempo y hacer las cosas de otra manera”? Pues bien, a través de esta máxima, el doctor Frankl nos invita a imaginar que ese viaje en el tiempo ya lo hemos hecho, pero no desde ahora hacia el pasado, sino desde el futuro y aterrizando en el día de hoy.
Escarmentados ya de toda nuestra irresponsabilidad, de nuestra falta de compromiso con nosotros mismos, ahora podemos tomar conciencia del momento presente, responsabilizarnos de nuestro camino y reflexionar acerca del sentido que vamos a dar a nuestra existencia, antes de que el futuro nos pille con la casa sin barrer.
Vicente Bay.