Durante una conferencia en la UNED, Carlos Sluzki, psiquiatra argentino, toda una eminencia en psicología sistémica, nos contó la siguiente anécdota, muy ilustrativa del asunto que nos ocupa en este artículo.
Un día de consulta, llegó a su despacho un matrimonio preocupado por cierta conducta estrafalaria del marido. Algunas veces el hombre, cuando ambos salían a cenar por la noche, gustaba de ponerse medias de mujer debajo de los pantalones. Tal era su pecado.
El doctor Sluzki escuchó aquella preocupación atentamente y después le preguntó a su consultante: “Así que se pone ropa interior femenina para salir a cenar con su mujer. De acuerdo. Lo he entendido. ¿Le supone a usted eso algún problema?”
El hombre respondió: “Ninguno, en absoluto. Simplemente me gusta hacerlo”.
“Ajá”, musitó el doctor Sluzki en tono de comprensión. Y después añadió, dirigiéndose a la mujer: “¿Y a usted? ¿Le supone alguna molestia esta conducta de su marido?”. A lo que la mujer respondió: “No, ninguna. ¡Pobrecito! Si eso le gusta, por mí no hay problema.”
“Ajá”, volvió a dejar caer el doctor. “Entonces…”, continuó el psiquiatra, “¿puedo saber para qué vienen a verme?”.
El matrimonio se miró perplejo y el marido se excusó diciendo: “Bueno, es que cuando se enteró nuestro médico de que me pongo ropa de mujer nos recomendó venir a verle a usted”.
Entonces el doctor Sluzki abrió mucho los ojos y sentenció: “Pues díganle a su médico que venga a verme, porque quien tiene un problema es él, no ustedes”.
En este punto, el psiquiatra lo hubiera tenido fácil para patologizar la conducta de aquel buen señor, que lo único que hacía era ponerse medias de mujer, y empezar a verlo semanalmente para tratar de encontrar la causa oculta de aquella conducta. Sin embargo, su ética profesional y personal le mantuvo lejos de esta tentación.
El matrimonio, no del todo convencido, insistió todavía un poco más. “Entonces, doctor, ¿no me pasa nada?” El venerable psiquiatra se levantó de su sillón, levantó la mano hacia el cielo y, con gesto de cura otorgando la absolución, la dejó caer lentamente diciendo con solemnidad: “¡Yo les declaro curados!”.
Este tipo de escenas se suceden cotidianamente en una consulta de psicología. No la de la absolución, por supuesto, sino la confesión de conductas que tienen alarmados a sus actores o protagonistas. Normalmente, estas conductas han sido señaladas como anormales por alguna autoridad o por algún ser querido, con toda la buena intención, normalmente.
Aquí el psicólogo se enfrenta a un dilema: ¿Debe etiquetar tal conducta como una patología? ¿O debe normalizarla? ¿Cuál es el límite que separa la normalidad de un trastorno mental?
Bien, pues la propia palabra lo dice: trastorno. Un trastorno trastorna, valga la redundancia. Una alteración, para que sea patológica, debe generar alguna consecuencia negativa lo suficientemente significativa como para que pueda representar relevancia clínica.
Para que una conducta pueda ser considerada patológica deben existir criterios, ya sean objetivos o subjetivos, que nos indiquen la existencia de un malestar derivado de dicha conducta.
De hecho, desde hace ya un tiempo, los manuales diagnósticos de psiquiatría (DSM) incluyen un criterio en este sentido para todos los trastornos mentales, que dice textualmente así:
Si no se cumple este criterio, no hay diagnóstico. Por lo tanto, queda claro. Todo síntoma debe ser contextualizado en la vida de cada individuo y, sobre todo, debe causar un grado de malestar o un deterioro significativo para la persona. Es este malestar el que suele motivar a pedir ayuda profesional.
Por ejemplo, si alguien tiene un miedo atroz a las serpientes, ¿nos hallamos ante una fobia? Pues dependerá de que esa persona conviva habitualmente con serpientes, porque de lo contrario difícilmente este miedo le causará trastornos importantes de funcionamiento. Ahora bien, si tienes miedo a las serpientes y trabajas en el terrario de un zoológico, entonces sí: acude al psicólogo, porque tu diagnóstico es “fobia específica” y te conviene tratarlo.
¿Está enferma una persona a la que le gusta comer y tiene sobrepeso? Mientras esto no le genere ningún malestar, no tiene por qué. Ahora bien, si resulta que las analíticas indican que ese sobrepeso va acompañado de ciertos niveles de colesterol, entonces sí hay un deterioro clínicamente significativo que, además, conlleva un riesgo para la salud: el de sufrir un accidente cardiovascular.
¿Es la homosexualidad o el travestismo una desviación patológica? No. Lo que puede ocurrir es que la orientación sexual de la persona le genere un malestar psicológico, debido a sus propios prejuicios o a un rechazo social percibido. En este caso, podría ser pertinente una intervención psicológica, no orientada a corregir las genuinas tendencias sexuales del individuo, sino encaminada a la aceptación de las mismas para reducir su malestar subjetivo.
En conclusión, muchas veces la labor del psicólogo va en contra de lo que la sociedad considera que hacemos. Lejos de dedicamos a patologizar conductas y a poner losas diagnósticas, muchas veces nuestra labor consiste en normalizar conductas que en principio se nos presentan como peligrosos problemas mentales. Para ello cultivamos una gran apertura mental, para aceptar sin reparos a las personas tal y como son, más de lo que muchas veces se aceptan ellas a sí mismas, debido a los mensajes invalidantes que con frecuencia reciben de su entorno.
No siempre es así, por supuesto. También se da el caso de consultantes que llegan desorientados por sufrir una serie de síntomas inconexos para los cuales no encuentran explicación. A veces, en estos casos, leer tales síntomas bajo el paraguas de un mismo diagnóstico en un manual oficial les resulta tranquilizador. Al fin han encontrado una explicación de lo que les ocurre, pueden ponerle un nombre, tomar conciencia de su trastorno y, a partir de ahí, implicarse en un tratamiento para mejorar. En estos casos, la etiqueta diagnóstica sí es conveniente.