Las 4 máximas de la comunicación humana

Las 4 máximas de la comunicación humana

25/06/2017


¿Hablando se entiende la gente? En principio, sí, pero dependerá de la calidad de esa comunicación.

Muchos problemas que tenemos podrían mejorar si mejoramos nuestra manera de comunicarnos con nuestro entorno. El filósofo británico H. P. Grice propuso en 1975 cuatro máximas conversacionales. Estos principios ayudan a que el mensaje del emisor sea mejor recibido por el receptor. Es decir, cuatro guías de actuación que podemos seguir para que nuestro interlocutor esté más atento a lo que decimos y, por lo tanto, nuestro mensaje pueda llegarle mejor.

Estas cuatro máximas suponen tener en cuenta lo que los dema? esperan de nosotros. Los oyentes esperan que los comunicadores cumplan con estas leyes. Cuando actuamos como emisores de información, nuestra misión es anticiparnos a las expectativas de nuestros interlocutores. En la medida en que cumplamos con las expectativas del oyente, facilitaremos la asimilación de nuestro mensaje.

Las cuatro máximas que Grice propuso, y que se incardinan en la llamada “pragmática conversacional”, son las siguientes:

  • Máxima de la cantidad adecuada. Según esta máxima, nuestros oyentes esperan que demos una cantidad de información adecuada a las necesidades del mensaje que esperan recibir. Las personas que hablan demasiado violan esta máxima, añadiendo cantidad de detalles que, en realidad, no aportan nada sustancial al mensaje principal y alargan la comunicación de manera innecesaria y a veces exasperante. En el otro extremo, aquellos que responden mayormente con monosílabos, bien lánguidamente o bien de forma cortante, tampoco resarcen las necesidades de información de sus interlocutores, quienes reciben menos información de la que esperaban conocer.
  • Máxima de la cualidad de información. Esta máxima supone simplemente decir la verdad. Las informaciones falsas no contribuyen a una comunicación de calidad. Aquí se incluyen tanto las mentiras deliberadas como, también, aquellas informaciones que se ofrecen sin haberlas contrastado debidamente y que faltan también a la verdad. De informaciones no contrastadas están las redes sociales bien regadas, y hasta la prensa y la televisión.
  • Máxima de relevancia. Como oyentes, esperamos que cuando alguien se comunica con nosotros nos diga algo importante. No en un sentido elevado o trascendental, pero sí al menos que la información aporte algo nuevo y de cierta relevancia. Las redundancias, por ejemplo, violan este principio. Por eso, cuando uno incurre en ellas, suele disculparlas diciendo “valga la redundancia”. Tampoco son relevantes las obviedades insulsas. Imaginemos a alguien que va nombrando cada objeto que se encuentra por la calle. Sería totalmente superfluo.
  • Máxima de pertinencia. Este principio tiene que ver con el modo en que se dicen las cosas. El oyente espera un discurso ordenado, inteligible, que no sea muy complicado pero tampoco vago, que no contenga ambigüedades o contradicciones, etc. Esto es: el mensaje debe ser claro y accesible. Por ejemplo, las personas que intelectualizan demasiado la conversación corren el riesgo de no ser comprendidos, con lo cual la calidad de la comunicación se resiente. También hay personas que dispersan las palabras en un discurso sin sentido, como ocurre en las intoxicaciones etílicas, en algunos tipos de esquizofrenia o en los accesos maníacos. La persona sí sabe lo que está diciendo, pero el resto no.

Resumiendo, a la hora de comunicarse, no debemos pensar que hablamos para nosotros mismos, sino que debemos ponernos en la piel del auditorio y tratar de resarcir sus necesidades comunicativas. Para ello, nuestro mensaje deberá comunicarse con una cantidad adecuada de información, con cualidad de verdad, con detalles relevantes y expuestos de manera pertinente. Esto es lo que el oyente espera de nosotros al prestarnos su atención y, en la medida en que no cumplamos sus expectativas, la comunicación perderá eficiencia.

Por supuesto, habrá muchas veces en que violemos estos principios deliberadamente. Por ejemplo, cuando usamos el sarcasmo, la ironía, la poesía o el sentido lúdico del lenguaje. También somos libres de oscurecer nuestro mensaje ante una vecina cotilla o hacer gala de la frase “al que quiera saber, mentiras con él”. Es decir, que manejar con presteza la pragmática conversacional también puede significar violar estos principios conscientemente, a nuestra conveniencia y obteniendo un beneficio de ello.

Vicente Bay