Historias Zen (I)

Historias Zen (I)

06/03/2017


En una ocasión, un joven novicio ingresó en un monasterio para aprender el zen. Le ponía mucho interés. Era aplicado y se esforzaba. El maestro, testigo diario de su empeño, lo mandó llamar una tarde de verano y, con aire de misterio, le ordenó comparecer al alba siguiente para encomendarle una tarea. Esa noche, el novicio durmió agitadamente. Estaba preocupado, pensando en que tal vez la misión sería demasiado difícil y que, si fracasaba, le expulsarían del monasterio. Trémulo como un lirio al viento, se presentó ante su maestro y éste le dijo: “Sube hasta la cueva de la montaña. Quiero que pases allí el día, en ayunas, sin pensar en nada. Recuerda: mantén la mente en blanco. A la mañana siguiente, me relatarás lo que hayas aprendido”.

El joven novicio se sintió aliviado. Le pareció una tarea sencillísima. Al fin y al cabo, no tenía que hacer nada. Simplemente sentarse a mantener su mente en blanco. Lleno de energía, subió hasta la cueva, adoptó la postura del loto y se dispuso a concentrarse en el vacío. Su sorpresa fue descubrir que en su mente siempre había algo. Trataba de vaciarla, pero acudían a su consciencia todo tipo productos mentales: recuerdos, pensamientos, sensaciones, emociones, expectativas, planes para el futuro… Cuanto más trataba de apartarlos de sí, con más insistencia irrumpían en su mente.

El día moría en el ocaso y el joven novicio no había conseguido mantener su mente en blanco ni por un instante. Al oscurecer, descendió de la montaña apesadumbrado, pensando en el fracaso cosechado y en las palabras que utilizaría para disculparse ante maestro. Esa noche, durmió aún más inquieto que la víspera. Por la mañana, el maestro lo escuchó compasivamente, sonrió satisfecho y le dijo: “¡Lo has hecho muy bien! Acabas de aprender una valiosa lección. Hoy quiero que regreses a la cueva, pero, en lugar de mantener la mente en blanco, no dejes de pensar en ningún momento. Recuerda: mantén tu mente ocupada todo el tiempo. Por la mañana, me relatarás lo que hayas aprendido”.

Nuevamente, el joven novicio estaba entusiasmado. Esta vez la tarea encomendada era fácil de verdad. De hecho, ¡ya la había consumado el día anterior! Con su sayo y su cayado, emprendió el camino alegremente. Ascendió a la montaña, se sentó en el interior de la cueva y dispuso las manos en el gesto del conocimiento. Sin embargo, para su asombro, no se le ocurría nada en qué pensar. Procuraba una y otra vez traer algo a su consciencia, pero era incapaz de retener nada. Todo pensamiento se le escurría como agua de manantial. Sin poder remediarlo, caía en el vacío una y otra vez. Se decía a sí mismo “¡piensa algo, cualquier cosa!”, pero su mente indómita permanecía yerma y extensa como el cielo estival.

Al día siguiente, se presentó en postura de contrición ante su maestro, quien leyendo sabiamente en su silencio le volvió a decir: “¡Lo has hecho muy bien! Acabas de aprender una valiosa lección.”

Vicente Bay