Todos conocemos la historia de Melchor, Gaspar y Baltasar, que vinieron del lejano oriente para adorar al niño Jesús y ofrecerle carísimos regalos para la época. Sin embargo, poca gente conoce la curiosa historia del cuarto rey mago, llamado Artabán, mucho más edificante.
Como el resto de los reyes magos, Artabán ni era rey ni era mago, sino un sabio, médico y astrólogo que vivía en las montañas de Persia y, al igual que los otros, rendía culto a Zoroastro. Artabán también supo leer la Buena Nueva en la bóveda celeste de la noche. Vendió todas sus posesiones a cambio de un zafiro, un rubí y una perla y se aprestó para un largo viaje. Estas tres piedras preciosas serían la ofrenda para la nueva luz que había de sumarse a la lucha contra a la oscuridad.
Los cuatro reyes magos habían quedado de acuerdo en partir juntos, en cuanto el cielo ofreciera su señal. Así, llegó la noche esperada y una conjunción especial de astros anunció que el día estaba próximo. Artabán montó en su yegua, que ya tenía preparada, y tomó el camino hacia el lugar acordado, donde habrían de concurrir también Melchor, Gaspar y Baltasar. Unas diez jornadas de cabalgata le separaban de sus compañeros astrólogos. Pero un día, durante su camino por el desierto, tropezó con una sombra en el suelo y, al acercarse, comprobó que se trataba de un hombre moribundo.
A pesar de la prisa que tenía, escuchó a su corazón y se detuvo para auxiliar a aquel necesitado. Lo condujo hasta un oasis cercano y, durante varios días, le dispensó hierbas que calmaron sus fiebres. Le dió de comer y de beber para que repusiera sus fuerzas. Sólo cuando su paciente estuvo fuera de peligro, retomó su camino, pero ya era tarde. Cuando llegó al lugar del encuentro, halló un pergamino donde los otros reyes magos le explicaban que no habían podido esperarle por más tiempo, por miedo a no llegar al nacimiento.
El cuarto rey mago, habiendo perdido la caravana, comprendió que no podría acometer semejante viaje solo, sin provisiones y montado en una yegua famélica y cansada. No le quedó más remedio que desviarse hasta Babilonia con el fin de comprar camellos y aprovisionamiento para el largo viaje. Tras vender el zafiro para sufragar los gastos, le quedaron tan sólo dos piedras preciosas, el rubí y la perla, como ofrenda.
Cuando consiguió llegar a Judea, la familia de Nazaret ya había partido hacia Egipto huyendo del rey Herodes. Paseando por las calles de Belén, Artabán escuchó el canto de una mujer desde el fondo de una casucha y, conmovido por su dulzura, entró por la puerta. Allí encontró a una madre arrullando a su bebé. Ella le relató sobre los tres extraños viajeros que habían visitado a una familia en la aldea y así supo que todos se habían marchado ya. Aquella mujer le ofreció cobijo y comida, alivio para el alma y el cuerpo de un viajero fatigado.
De pronto, se escucharon gritos en la calle. Los soldados de Herodes, empuñando sus espadas ensangrentadas, iban casa por casa asesinando niños pequeños. Artabán se plantó en el umbral y, cuando llegaron los soldados, sus anchos hombros cubrían toda la puerta. Un capitán le ordenó que se apartase, pero el cuarto rey mago le entregó el rubí a cambio de que siguiera su camino en silencio. La mujer se deshizo en agradecimientos, mientras Artabán se lamentaba porque ya sólo le quedaba una perla como ofrenda.
Durante los 33 años siguientes, el cuarto rey mago estuvo buscando a Jesús. Mientras tanto, ayudaba con su sabiduría a enfermos y necesitados. Sus cabellos encanecieron, la vejez le envolvió y sus fuerzas le fueron abandonando paulatinamente. Antes de su final, llegó un día a un tumulto de gente que se arremolinaba cerca del monte Gólgota y, al preguntar qué ocurría, le informaron de que Pilatos iba a crucificar a dos ladrones y a un hombre que se llamaba a sí mismo hijo de dios. Artabán se preguntó si no sería aquel a quien había estado buscando y corrió a su encuentro, con la esperanza de darle la perla que había guardado para él durante largos años.
Sin embargo, cuando se encaminaba hacia el monte, se cruzó con unos soldados macedonios que llevaban presa a una chica joven, la cual se arrojó a los pies del sabio suplicando clemencia. Era la hija de un mercader que había muerto sin pagar sus deudas. La llevaban como esclava para cubrir los impagos de su padre. Artabán, el cuarto rey mago, se encontró otra vez ante una difícil disyuntiva: seguir persiguiendo su objetivo original o hacer lo que el corazón le dictaba. Por supuesto, compró con la perla, su última piedra preciosa, la libertad de la inocente muchacha.
Mientras esto sucedía, Jesús moría en la cruz, el cielo se oscurecía y, según cuenta la Biblia, el mundo se tambaleaba entre fuertes sacudidas. Los soldados huían despavoridos mientras las paredes de las casas y los templos sucumbían a los terremotos. Una pesada losa cayó en la cabeza de Artabán y de la brecha producida comenzó a manar sangre abundantemente. La joven recién liberada permaneció con el sabio para cuidarlo y consolarlo entre sus brazos.
Antes de que su salvador expirase, la hija del mercader observó que los labios del viejo se movían, como respondiendo a alguien, y decían: “Pero, señor, si yo no te he dado de beber cuando estabas sediento, ni te vestí cuando estabas desnudo, ni fui a verte cuando estabas enfermo, ni te liberé cuando estabas preso. Realmente, ¡no llegué a tiempo ni de ver tu rostro!”. Entonces, la muchacha pudo escuchar una voz que dijo: “En verdad te digo que cuanto hiciste a cada uno de mis hermanos, me lo hiciste a mí también”. Y el sabio murió, anónimo e ignorado por la historia, pero con el semblante iluminado de gozo, calma y maravilla.
Bibliografía: The story of the other wise man (Henry Van Dyke, 1896)