La consabida pandemia nos ha llevado a una situación donde ya no nos creemos nada de lo que nos dicen y tenemos la impresión de vivir en el día de la marmota, como Bill Murray, despertando una y otra vez en la misma situación cíclica. Nadie puede culparnos por ello. Son ya demasiadas veces las que nuestra esperanza ha sido alimentada vanamente.
Los sentimientos y las emociones, desde luego, pueden fatigarse. En parte por ello, las emociones son pasajeras y no duran para siempre. Por ejemplo, está muy estudiada la fatiga de la compasión en los profesionales sanitarios.
Recuerdo cuando mi madre estaba enferma de cáncer de colon y le pregunté a su médica si la operación se iba a realizar en breve, porque a mi parecer mi madre se encontraba grave. La contestación que recibí de la sanitaria fue: “Mira, chico, esto es oncología. Aquí están todos graves”, con cierto gesto de molestia.
Aquella mujer estaba ya “quemada” y sufría fatiga de la compasión. En una situación de estrés crónico, como la que estamos viviendo con la pandemia, perdemos la capacidad de empatizar con la persona que tenemos enfrente y sus circunstancias. De tanto usarlas, las emociones están ya fatigadas.
Una médica no estresada, y con mejores habilidades de comunicación terapéutica, podría haberme dicho algo así como: “Sé que estás preocupado por tu madre. Te aseguro que la gravedad del paciente es un criterio que tenemos en cuenta a la hora de programar las cirugías”. Sin llegar a comprometerse, eso me hubiera tranquilizado. Afortunadamente, la operación se realizó a tiempo y mi madre se recuperó bien.
El término burnout fue acuñado por primera vez en 1974 por Herbert Freudenberger, en su libro “Burnout: el alto costo de los grandes logros” (Burnout: The High Cost of High Achievement). Y esto es justo lo que está ocurriendo ahora. Nuestros profesionales sanitarios están consiguiendo grandes logros, pero a costa de un gran coste emocional.
Normalmente, este trastorno es consecuencia del estrés laboral crónico, pero no solamente en el ámbito sanitario, sino en cualquier campo profesional. El síndrome de burnout se caracteriza por un estado de agotamiento emocional, una actitud distante o cínica ante el trabajo (despersonalización) y la sensación de ineficacia, de no hacer adecuadamente las tareas. En resumen: uno está quemado.
A ello se suma la pérdida de habilidades para la comunicación, que en el caso de los sanitarios es de suma importancia, porque la relación con los pacientes ha de ser, en la medida de lo posible, terapéutica y sanadora en sí misma, como bien estudia la psicoinmunología.
Debido al largo estrés que la pandemia ha mantenido sobre nuestras mentes, de un año ya de duración, da la impresión de que todos nosotros estemos sufriendo en nuestras vidas algo parecido a lo que en el mundo laboral se conoce como el síndrome de burnout.
En efecto, hablo todos los días con personas que se encuentran en ese estado de cinismo y distancia sobre la realidad, con una sonrisa amarga en sus rostros, descreídas de cualquier información que les llegue de cualquier fuente, apáticos o sin ganas de hacer lo que habitualmente les generaba placer, que no se encuentran cómodos en sus trabajos o sus estudios, que además están crispados o desanimados socialmente y que incluso han perdido parte de su habilidad para comunicarse, porque no se encuentran del todo centrados y les cuesta concentrarse.
Parece que nuestra esperanza, es decir, la capacidad para observar el futuro con optimismo, está ya cansada. La hemos ejercitado demasiado en el último año y ahora cuesta revitalizarla. Se dice que la esperanza es lo último que se pierde. No la hemos perdido, pero no importa, porque está exhausta, jadeando en el suelo, y poco más se le puede pedir.
La pandemia nos tiene ya, en una palabra, quemados.
El optimismo sin fundamento no suele ser bien recibido. En los libros, en la televisión o en el cine, a veces aparece un personaje eternamente optimista que, por lo general, suele resultar bastante cargante e impertinente. Pensemos, por ejemplo, en esas personas que se levantan exultantes por la mañana, tratando de contagiarnos su buen humor, mientras nosotros miramos absortos nuestra taza de café tratando de asimilar, para empezar, que el planeta Tierra ha girado una vez más.
Es cierto que ahora estamos en un momento donde el pico de la tercera ola de coronavirus es probablemente el peor a nivel mundial, en cuanto a contagios y fallecimientos. Es cierto que tenemos que volver a enfrentarnos a duras restricciones que parecen no tener fin. Es cierto que están apareciendo nuevas cepas del virus, más contagiosas y mortales. Es cierto que ya llevamos mucho pasado, a todos los niveles, y que estamos ya cansados… hasta de estar cansados.
En este (des)orden de cosas, no nos ayuda el optimismo ingenuo, que pone al mal tiempo buena cara; que trata de evitar a toda costa las tan necesarias emociones “negativas”; que niega, en definitiva, la realidad de las situaciones críticas y pretende sumergirnos en un mundo de fantasía.
Sin embargo, tampoco nos ayuda el catastrofismo supino en que nos sume este estrés continuado, desde el cual no atisbamos salida aparente. Ese velo de pesimismo persistente también hay que justificarlo y, si lo reflexionamos, tal vez no se sostenga. Tampoco podemos obviar todo aquello que tenemos a nuestro favor y que, si lo pensamos bien, nos puede dar motivos para un último soplo de esperanza.
Hagamos un ejercicio de realidad:
Por todo ello, tenemos motivos para pensar que esta tercera ola será probablemente la última de tal intensidad. Esto no significa que ya no habrá coronavirus, que sí lo habrá, pero es difícil pensar que, pasada esta última gran ola, volvamos a llegar a una situación de riesgo de colapso sanitario, que es lo que realmente se está tratando de evitar desde el principio. Por lo tanto, en cuanto consigamos doblegar esta curva, seguramente no habrá más restricciones rigurosas. La movilidad reducida, el toque de queda, los cierres perimetrales, los negocios cerrados, los números escandalosos de contagiados, hospitalizados y fallecidos… todo ello formará parte de un negro y reciente pasado.
La pandemia, como tal, toca a su fin. Lo que quede, en unos meses, ya no podrá considerarse pandemia. A partir de los hechos actuales, esta es la previsión más probable. (Ahora es cuando una mente con la esperanza quemada piensa “ya veremos”, obviando completamente los datos que avalan estas predicciones).
Mientras tanto, un optimismo inteligente no es una cuestión puramente teórica, sino que requiere también acción por nuestra parte. A pesar de las restricciones y las dificultades actuales, ser optimistas implica: practicar algo de deporte, cuidarse, meditar, procurarse momentos de relajación, trabajar en metas alcanzables, seguir cultivando relaciones personales significativas y, por supuesto, no dejar de realizar tareas gratificantes y placenteras para nosotros.
A parte de esto, debemos continuar con las cuestiones más básicas y elementales de responsabilidad social e individual: mantener la distancia social y procurar juntarnos lo menos posible, sobre todo en espacios poco ventilados. Ser optimistas no significa ser incautos.
Los medios, la información, las instituciones, la clase política… todos nos han mentido… hasta nuestros propios pensamientos y emociones nos han mentido. ¿Todos? ¡No! En los laboratorios de investigación aún quedan grupos de irreductibles científicos quienes, con su diligencia silenciosa, industriosa humildad y espíritu abnegado, son los que al final nos van a sacar de esto.
Con todo lo que estamos viviendo, es normal tener desconfianza y estar desesperanzado, pero creo que al menos hay algo en lo que aún podemos confiar. Algo que nos permite tener esperanzas y viajar al futuro a lomos de un optimismo inteligente, que no está basado en la ingenuidad ni en los discursos políticos, sino en los datos y en la realidad futura más probable.
Nuestro último bastión, nuestro mascarón de proa, nuestra fiel valedora: la CIENCIA.
Vicente Bay