Quien la viera entonces, recordará una serie en televisión española que se llamaba “El cuentacuentos”. Las mañanas de los sábados se nos narraba una historia maravillosamente ambientada, con esa fuerza hipnótica y transformadora que es el poder característico de los verdaderos cuentacuentos. Su buen criterio escénico conseguía que aquellos relatos enraizaran en nuestras almas infantiles, plantando semillas que incluso hoy en día siguen floreciendo. O al menos en mi caso yo lo viví así, como demuestra lo que voy a contar.
En uno de los cuentos, un mendigo llegaba a un pueblo y llamaba a una puerta desconocida. Al abrirle, el mendigo explicó a los moradores que poseía una piedra muy especial con la que hacía una sopa riquísima. Pidió hacerles una demostración, si eran tan amables de poner una olla con agua al fuego, bajo la promesa de invitarlos a comer una vez obrado el milagro. Animados por tan enigmática invitación, se aprestaron a prepararle una olla bien llena de agua en el hogar. El medigo desenvolvió de su hatillo una piedra roma y limpia del tamaño de una naranja y la dispuso en medio de la olla. Todos quedaron mirando el agua con la piedra dentro, esperando la ebullición.
Cuando el agua empezó a hervir, el mendigo, muy tranquilamente, tomó una cuchara y, probando la supuesta sopa, dijo: “Está quedando exquisita, aunque le vendría bien un poco de perejil”. Enseguida le trajeron el perejil para que lo añadiera. Al cabo de un momento, el mendigo volvió a probar la sopa y dijo: “¡Estupenda! Pero el punto ideal se consigue con un poquito de ajo.” Le trajeron algunos dientes de ajo que el mendigo aplastó y echó en la olla. Al poco, volvió a probarla y comentó entusiasmado: “Si tuviéramos alguna verdura más, sin duda sería la mejor sopa que habríamos probado nunca”. Al punto, aparecieron unas zanahorias y algunas berzas. La sopa bullía bien y olía mejor con todos aquellos ingredientes, pero el mendigo volvió a decir: “¡Ah! Es una lástima no tener algo de carne para terminar de aderezarla…”. Por supuesto, le trajeron un buen trozo de jamón y otras viandas.
Una vez hubo hervido todo un buen rato, el mendigo comenzó a servir platos y aquella gente quedó maravillada de lo rica que estaba la sopa de piedra. Cuando la hubieron acabado, el mendigo guardó su misteriosa piedra, le dieron las gracias efusivamente y, sin mucha ceremonia, se despidió para seguir su camino.
Buscando información sobre este relato, he encontrado otras versiones en las cuales el mendigo viaja con una olla, siempre en tiempos remotos, y llega a la plaza de un pueblo para hacer su sopa. Enciende un buen fuego, llena su olla en la fuente, mete una piedra en medio (a veces son unos clavos o incluso un hacha) y se sienta a esperar. Entonces la gente se le acerca interesada y, a cambio de un buen plato una vez cocinada, poco a poco le van ofreciendo lo que cada uno lleva encima para ir mejorando la sopa. Finalmente, gracias a la cooperación de todos y al ingenio del mendigo, se consigue salvar un momento de escasez y todas las personas salen beneficiadas.
Salvando las distancias, la terapia psicológica se parece mucho a este cuento. La gente acude a la consulta con la esperanza de que el psicólogo tenga la solución a sus problemas. Sin embargo, la tarea del psicólogo no es aplicar sus propias soluciones, como haría un médico, sino conseguir que las personas capitalicen sus propios recursos. En la olla terapéutica, al principio sólo hierve una piedra. Son los consultantes los que van añadiendo todos los materiales que la sopa terapéutica va necesitando. Mientras miran la piedra en el fondo de la olla, sin darse cuenta van haciendo todo el trabajo importante. El psicólogo al final debe convencerlos de que la piedra es inocua y de que ya no la necesitan, porque el éxito se debe únicamente a su propio trabajo.