Desde la antigua grecia, el pensamiento occidental quedó atrapado en el esquema causa-efecto. Este tipo de esquema viene muy bien para explicar la física mecánica, pero no para la psicología. Si le doy una patada a una piedra de peso x con una fuerza y, recorrerá z metros. Sin embargo, si le hago a mi mujer un regalo espontáneo, puede tomárselo bien o puede pensar que hay gato encerrado: dependerá de muchos factores que no son fáciles de determinar. Dependerá, sobre todo, de las bases comunicativas que hayamos instaurado entre nosotros previamente. Un mismo acto puede suponer diversos significados, según el contexto o el marco de referencia.
Las personas tenemos visiones muy distintas de la realidad que vivimos conjuntamente. Solemos pensar que simplemente nos limitamos a reaccionar a lo que nos están planteando las otras personas. Sin embargo, somos poco conscientes de que nuestra respuesta no es sólo una reacción a lo que nos han dicho o hecho, es decir, no es sólo la causa de un efecto, sino que para los demás será a su vez efecto de sus causas. Incluso aunque nos quedemos callados, estaremos comunicando algo con nuestro silencio. Es imposible no comunicar. En otras palabras, lo que decimos o hacemos, o la ausencia de ello, supondrá el estímulo sobre el cual responderán las otras personas. Por ejemplo, una madre puede asegurar que grita a su hijo porque no hace nada, mientras el chico alega que no hace nada porque su madre le habla a gritos. Así, quedamos atrapados en explicaciones circulares.
Para romper el círculo, ayudará comprender que la comunicación humana tiene dos niveles: el nivel contenido y el nivel relación. Esto es lo que muchas veces nos cuesta separar. Nos obcecamos en resolver el contenido de la comunicación, como por ejemplo quién tiene la razón, y nos olvidamos del nivel relacional, que en realidad es mucho más importante. Los desacuerdos pueden ser a nivel contenido, a nivel relacional o, peor aún, ambos a la vez.
Caso A: desacuerdo puntual pero sólo de contenido. Si dos personas están en desacuerdo en algún contenido puntual de la comunicación, por ejemplo en el año en que estalló la revolución francesa, pueden acudir a una referencia acreditada, como una enciclopedia, y resolver el conflicto de contenido. Comprobarán que fue en 1789. Sin embargo, sin ser conscientes de ello, al mismo tiempo se habrá generado un conflicto relacional, derivado del hecho de que uno tenía razón y el otro no. Tal vez lo resuelvan con elegancia y simetría, quitándole importancia o alegrándose de haberlo aclarado. O puede que tengan asumida una posición de complementariedad con respecto al otro, como ocurre entre maestro y alumno, y tampoco habrá problemas. Sin embargo, puede ocurrir que quien estaba equivocado se duela en su amor propio y se quede esperando la siguiente ocasión para restituir el equilibrio, lo cual generará tensiones en la relación y, probablemente, se avecine una escalada de desafíos que no conducirá a nada bueno y contribuya a perpetuar el desacuerdo relacional.
Caso B: desacuerdo continuo de contenido. No obstante, a pesar de existir un desacuerdo de contenido que no se pudiera resolver buscando en Internet, la parte relacional podría aún así ser maravillosa. Me viene a la cabeza una situación muy habitual donde uno de los cónyuges es creyente y el otro no. En estas situaciones, puede suceder que ambos sean conscientes de que están en desacuerdo y, sin embargo, puedan hablar del tema con total tranquilidad, respetando la postura del otro. Incluso el creyente puede hacer que los hijos sean bautizados o comulgados sin mucha resistencia por parte del otro. En este caso, de una forma madura, podríamos decir que la pareja ha “acordado estar en desacuerdo”, es decir, no hacer del desacuerdo un problema relacional. Y no hará falta pactarlo de forma explícita; se puede hacer de forma tácita, sin verbalizarlo. En estos casos, la relación será bastante estable y no correrá peligro por este desacuerdo.
Caso C: desacuerdo sólo de relación. No obstante, cuando la comunicación falla a nivel relacional, la situación será mucho más inestable. Por ejemplo, muchos matrimonios están aliados frente a un problema común, como pueda ser un hijo problemático. Ambos saben definir muy bien cuál es su problema principal y, en base a ese acuerdo de contenido, se mantienen unidos tratando de resolverlo. Sin embargo, entre ellos puede que las relaciones sean destructivas, digamos culpándose el uno al otro, pero preferirán pasar por alto sus propios problemas, inmersos en un objetivo más importante. En estos casos, su relación pende de un hilo, porque cuando el problema desaparezca, todo se desmoronará. Incluso puede suceder que esta expectativa sea un obstáculo para solucionar el problema. Por ejemplo, muchos hijos problemáticos saben inconscientemente que su conducta es lo único que mantiene unidos a sus padres.
Caso D: desacuerdo de relación y de contenido. En terapia, consideramos una comunicación abiertamente patológica cuando hay continuos conflictos tanto en el aspecto relativo a contenidos, o sea en los qués, como en la dimensión relacional, es decir en los cómos. En la obra “¿Quién teme a Virginia Woolf?” podemos ver un ejemplo extremo. En estos casos, las personas, familias, parejas, o cualquier sistema de varios miembros, se hallan atrapados en circularidades comunicativas de las cuales les será muy difícil escapar por ellos mismos. Habrán generado unas reglas del juego que sólo alguien externo a dichos juegos sería capaz de cambiar; es decir, alguien que pueda proponer cambios desde fuera que afecten a todo el sistema, y no sólo a una de sus partes, desbloqueando así la situación; alguien que no participe de los laberintos sin salida que sostienen las comunicaciones circulares. No hace falta que esa persona sea un psicoterapeuta, pero suele ser lo más efectivo.
Bibliografía: La teoría de la comunicación humana (1985), del grupo de psicología de Palo Alto, editorial Herder.