En una entrada anterior (Cómo pedir perdón), se habló sobre el perdón desde el punto de vista del que lo pide, pero nos faltaba la otra parte, no menos importante, que complementa este proceso: el punto de vista de quien otorga el perdón. ¿Cuándo conviene perdonar? Ésta es la pregunta clave. El profesor Manuel Villegas trata este tema en sus talleres sobre el perdón. Aún no lo he leído, pero después de conocerle no tiemblo al recomendar su libro “El proceso de convertirse en persona autónoma”, de la editorial Herder.
¿Qué es perdonar? Perdonar no es justificar, ni olvidar, ni una obligación, ni una debilidad, ni una superioridad moral, ni un acto de caridad, ni tampoco una muestra de tolerancia para con el mal. El perdón es más bien un proceso de duelo en el que aceptamos una pérdida. ¿Qué es lo que vamos a perder? Nuestra actitud, largamente mantenida, hacia un suceso negativo, y los pensamientos y sentimientos que albergamos sobre ello. Se trata de una renuncia a la venganza, a la rabia, a la deuda, a nuestra propia victimización, al castigo, a la compensación e incluso a la comprensión de lo sucedido, anhelos desagradables que nos aguijonean sin piedad.
¿Para qué perdonar? Nada de esto nos convendrá si no va a traducirse en un sentimiento de liberación. El perdón nos sirve para liberarnos del pasado y dejar paso libre al futuro. Nos liberamos del dolor, del rencor, del resentimiento, de la culpa, de la constante y alargada sombra sobre el presente de ese deudor, ofensor o enemigo. Nos liberamos de una pesada carga durante mucho tiempo sostenida. Nos convertimos en personas un poco más libres y autónomas. Si el perdón no se vive así, como una liberación, no nos hará sentir mejor.
¿Cuándo perdonar? Este perdón sólo puede llegar cuando nos sentimos verdaderamente dispuestos a ello. Si uno no está preparado para dar este paso, no lo debe forzar. Hay acontecimientos que tardan mucho tiempo en ser digeridos emocionalmente, sobre todo cuando estamos haciendo continuos esfuerzos por evitar revivirlos en nuestra cabeza. Una vez nos hayamos enfrentado a los hechos, los hayamos aceptado, digerido y, después de todo ese esfuerzo, admitamos que las personas pueden equivocarse y de hecho se equivocan, consciente o inconscientemente, empezaremos a estar preparados para perdonar.
¿Cómo perdonar? Sólo se puede perdonar sincera y cómodamente, dejándolo ir, conscientes de que queremos liberarnos del sufrimiento de un conflicto interno que permanece sin resolver. Y se debe perdonar del todo, plenamente, sin ningún tipo de ambigüedad. Como cuando una mujer se queda embarazada y, nueve meses después, da a luz un niño. Te desembarazas. No se puede dar a luz parcialmente o estar un poquito embarazado. O lo estás o no lo estás. No hay términos medios. Si perdonamos sólo un poco, significa que no se ha perdonado y que esa carga aún nos pesa.
¿A quién perdonar? A personas que nos han hecho daño u ofendido, o a personas que nos deben algo, pero también a nosotros mismos. A veces nuestros remordimientos nos mantienen anclados en un pasado que ya no podemos cambiar. Perdonarnos por aquello que hicimos, o por lo que no hicimos a tiempo, nos permitirá empezar de nuevo, disfrutar del presente y mirar hacia el futuro. Por otro lado, el perdón es un proceso interno y privado. En el caso de perdonar a otras personas, no es necesario comunicarlo y ni siquiera implica una reconciliación. La restauración de la relación dañada no es una obligación ni una consecuencia directa del acto de perdonar. Es perfectamente posible perdonar, como proceso de liberación personal, y que cada uno siga por su camino.
En resumen, perdonar, cuando no es una obligación impuesta por otros, o por nuestra propia moralidad, sino que se vive como un acto de liberación de un sufrimiento recurrente que proviene del pasado y cristaliza en el presente, tiene muchos beneficios psicológicos. Nos libera de pensamientos y sentimientos negativos y nos permite cortar definitivamente los hilos de relaciones que nos hacen daño. Relaciones tóxicas que tal vez ya dejamos atrás desde hace muchos años, pero que aún están presentes y cuyo duelo tenemos pendiente elaborar. Incluso puede reparar nuestra manera de relacionarnos con nosotros mismos, cuando a quien perdonamos es a nuestro yo del pasado, del cual también nos liberaremos.
Un ejemplo literario que viene a hilo lo encontramos en “El Conde de Montecristo”, la famosa novela de aventuras de Alejandro Dumas. El protagonista, Edmundo Dantés, sufre la traición de sus supuestos amigos, quienes le hacen encarcelar bajo falsas acusaciones. Al cabo de los años logra escapar y se hace pasar por el Conde de Montecristo, con la intención de urdir desde su impostura una compleja trama de venganza. Sin embargo, durante el proceso, Dantés comprueba que la venganza no le otorga la paz esperada. Muy al contrario, la persona en quien se ha convertido le provoca culpa y desasosiego, debido, por ejemplo, a las oleadas de daños colaterales que su venganza ocasiona a gente inocente, como a los familiares de los traidores y otra gente del entorno. Al final, encuentra la redención renunciando a su deseo de venganza y perdonando a aquellos que le traicionaron, liberándose así de su carga emocional.