“La enseñanza de Sócrates «conócete a ti mismo» –darse cuenta de los propios sentimientos en el mismo momento en que éstos tienen lugar– constituye la piedra angular de la inteligencia emocional”,
Daniel Goleman
La vergüenza es muy parecida a la culpa. Su función tiene que ver también con la autorregulación de nuestra conducta. Mientras que en la culpa es más importante nuestro propio juicio y es un sentimiento que nos empuja a reparar las consecuencias negativas de nuestros actos, la vergüenza aparece más comúnmente cuando lo que hacemos está siendo juzgado por los demás y, en lugar de intentar mejorar nuestro papel, nuestro impulso será escondernos, agachando la cabeza, apartando la mirada y deseando que nos “trague la tierra”. En este sentido, la culpa es más positiva, por ser más activa y más útil, por su componente reparador. Sin embargo, la vergüenza también es útil en la medida en que nos enseña a inhibir conductas que, a pesar de nuestro impulso inicial, pueden resultar embarazosas si llegamos a hacerlas. Con la dosis justa de vergüenza tenemos más probabilidades de comportarnos como personas respetables y obtendremos los beneficios que ello conlleva, como por ejemplo ser más apreciados o ahorrarnos momentos bochornosos.
¿Cuál es el reverso tenebroso de la vergüenza? Lo que opinan los otros es importante, sin duda, y nos puede servir de espejo en un momento dado, pero no podemos mirarnos continuamente en la opinión de los demás. Si nuestro autoconcepto depende de algo tan voluble y externo como el pensamiento ajeno siempre será muy inestable. Por eso, a veces será más importante actuar en consonancia con nuestros valores personales, aunque ello suponga no obtener la aprobación de los demás. También puede ocurrir que las opiniones que atribuimos al resto no se correspondan con sus opiniones reales, porque estemos malinterpretando sus gestos o palabras o porque, directamente, nos dediquemos a adivinar sus pensamientos en vez de sacar conclusiones a partir de los hechos. Esta manera de anticipar erróneamente las opiniones de los demás es muy común en la fobia social, donde la vergüenza es intensa y está siempre presente hasta un punto incapacitante. Otro síntoma de que la vergüenza se ha descontrolado ocurre cuando la canalizamos en forma de hostilidad o resentimiento contra el mundo, como una defensa agresiva hacia un ataque que, en la mayoría de los casos, realmente no hemos recibido.
Si hablamos de que la vergüenza bien manejada nos hace personas más respetables, la ira por su parte se va a asegurar de que seamos además personas respetadas. Cuando se vulneran nuestros derechos, nos enfadamos con razón, y esta reacción puede tener el poder de que se nos restauren de inmediato los derechos perdidos. La ira ejerce un efecto disuasorio sobre las malas intenciones ajenas, sin que tenga que llegar necesariamente la sangre al río. Por ejemplo, ante una situación de acoso sexual en el entorno laboral, cuatro gritos a tiempo y, si puede ser, en público, evitará en el futuro que se repita la situación. Los agresores siempre buscarán víctimas más pacíficas. A veces la ira surge también en situaciones de frustración o de pérdida. Esto nos posibilita descargar tensiones y nos ofrece un descanso de la tristeza, dado que la ira y la tristeza son emociones incompatibles y no pueden darse a un mismo tiempo.
Sin embargo, si nuestro umbral para sentir ira es demasiado bajo y nos enfadamos por todo, perderemos credibilidad y puede ocurrirnos como al jugador de fútbol que siempre se tira a la piscina: nadie nos hará caso cuando realmente nuestro enfado sea legítimo. De igual modo, si la intensidad de la ira es excesiva y no podemos controlarla, podemos llegar a la agresión y, lo que en un principio era una situación injusta para nosotros, podemos convertirla en injusta para los demás. Aunque la agresión verbal e incluso física puede ser la mejor salida en ocasiones extremas (imaginemos un asalto nocturno), cuando no se cometen porque estemos en peligro, sino porque tenemos dificultades para controlar nuestros impulsos, acabarán por ocasionarnos grandes problemas, tanto sociales, como laborales e incluso legales. Esto por no hablar de los riesgos cardiovasculares que conlleva una hostilidad sostenida en el tiempo.
La vergüenza va cobrando importancia a medida que crecemos, pero el valor adaptativo de la ira es más importante en las etapas más tempranas de la vida, aunque por supuesto ante ciertas situaciones nunca perderá su vigencia. A medida que vamos haciéndonos adultos, solemos aprender estrategias más maduras que la ira para conseguir que se respeten nuestros derechos, como la asertividad, a la que dedicaremos su propio artículo más adelante. En la tercera entrega de esta “emocionante” serie, terminaremos con las emociones negativas analizando la tristeza.