La primera frase de El mito de Sísifo, ensayo filosófico del genial escritor argelino y francés Albert Camus, afirma que no hay sino un único problema filosófico verdaderamente importante: el suicidio. Para Camus, antes de reflexionar sobre otras cuestiones más relevantes y encumbradas, todo filósofo debe decidir primero si desea vivir o no.
Parece un razonamiento muy lógico y racional. Al fin y al cabo, esa decisión precede al gesto definitivo de vivir o de morir. No es un tema baladí. Desear vivir o desear morir son planteamientos diametralmente opuestos y orientarán de forma muy distinta nuestra actitud, nuestras acciones, nuestros pensamientos y nuestros planes.
Sin embargo, rara vez en consulta, por no decir nunca, nos encontramos con un paciente que desea morir por razones filosóficas. La ideación suicida casi siempre, por no decir siempre, palpita sobre intensos nudos emocionales que la persona se ve incapaz de resolver. En resumen, el suicida sufre más que piensa.
Según el Instituto Nacional de Estadística, en 2020 se suicidaron en España 3.941 personas, de las cuales el 75 % eran hombres y el 25 % mujeres (1). Entre los motivos más frecuentes se encuentran las causas económicas, el desamor, los problemas familiares o de pareja y los trastornos psiquiátricos. La tendencia general es al alza, al menos desde 1.980 que se tiene constancia.
Actualmente, los suicidios casi triplican a las muertes por accidentes de tráfico. Nos hallamos, por lo tanto, ante un auténtico problema de salud pública, que se suele silenciar bajo la hipótesis de no generar un efecto llamada entre la población, pero que también, como sociedad, tal vez convenga afrontar y comprender antes de que siga creciendo.
Quien nunca ha vivido un momento tan delicado no suele ser capaz de concebirlo. Una persona sana sin problemas graves en la vida no entiende cómo es posible que la gente quiera suicidarse.
Sin embargo, cuando alguien se ve en situación de desesperación, puede pasar por ello, y entonces comprende, se da cuenta de lo frágiles que podemos ser a veces, y se vuelve más tolerante y respetuoso con el sufrimiento ajeno y con las patologías mentales. Nada como la propia experiencia para generar empatía hacia los demás.
Las razones para suicidarse suelen ser, por lo tanto, emocionales y no racionales. La persona está sufriendo y desea dejar de sufrir. Esa es la razón fundamental. No hay que darle muchas más vueltas.
Lejos quedan los argumentos ontológicos y elevadamente filosóficos, aunque a veces se pretenda maquillar con ellos la necesidad tan humana de evitar el dolor psíquico y, de paso, adornar con ínfulas de intelectualismo nuestra, como la llamó Sigmund Freud, pulsión de muerte.
Lo que sí es cierto, no obstante, es que justamente días antes del suicidio puede existir un periodo frío y racional en la mente del suicida. La persona ya ha decidido quitarse la vida y, por lo tanto, ha dejado de sufrir anticipadamente. Sabe que el fin está cerca y eso le alivia. Las emociones quedan atrás.
A partir de entonces, en sus últimos días, planifica con tranquilidad todo lo que va a hacer: escribe cartas, tiene conversaciones, se divierte por última vez… Los seres queridos pueden confundir este periodo de mayor calma y actividad con una mejoría en el estado de ánimo; sin embargo, trágicamente, son los momentos más peligrosos.
Otras veces el suicidio no va precedido de tanta premeditación. La persona se quita la vida en el punto álgido de un intenso sufrimiento, de forma impulsiva, porque en ese instante cree que no puede aguantar más.
Paradójicamente, este momento de gran agitación emocional es menos peligroso que el frío cálculo mental. La persona desbordada emocionalmente podría superar el momento de crisis abriendo sus sentimientos a alguien comprensivo, una persona con quien pudiera desahogarse, desvelar sus hondas heridas y compartir sus profundos sufrimientos.
Muchas en veces, en terapia, entra el paciente en consulta completamente secuestrado por sus emociones, con la firme idea de no querer seguir adelante y, tras una sesión escuchando y validando su propio dolor con ayuda de su terapeuta, logra encontrar ánimos para seguir luchando y construyendo motivos para seguir viviendo.
Ser validado y comprendido, por una mente afectuosa que no juzga, atenúa el malestar psicológico y permite empezar a dar pequeños pasos hacia la recuperación.
Tenemos que hacer un esfuerzo por ponernos en la piel de la persona que no desea seguir viviendo y entender que, desde su punto de vista, su decisión es totalmente comprensible.
Normalmente, hablamos de vidas dañadas que, en la deriva destructiva en la que se hallan, es normal que a sus dueños se les hayan acabado las ganas de vivirlas, presas como están de la desesperanza.
De nada sirve que le recordemos lo bonitos que son los amaneceres y que en el tercer mundo están peor aún, cuando la persona lo que percibe es que su vida es sólo sufrimiento, que no hay perspectivas de cambio y que, por lo tanto, no tiene sentido seguir.
Por ello, con algo de dedicación, es importante encontrar significados personales en la vida: amor, amigos, trabajo, proyectos, familia, hijos, religión, ciencia, arte, entretenimientos, conocimientos, experiencias, metas, viajes, vocaciones, pasiones, valores... Todos merecemos una vida con sentido y, con mayor o menor esfuerzo, dependiendo de la situación, podemos labrárnosla nosotros mismos. De hecho, nadie lo hará mejor que nosotros mismos.
Una vida carente de sentido para uno mismo es más difícil de sustentar ante las crisis. Si construimos una vida satisfactoria que tenga un sentido, un sentido que signifique algo para nosotros (que somos quienes tenemos que vivir nuestras vidas), habrá menos probabilidades de suicidio durante las inevitables crisis del futuro y, en base a alimentar nuestros porqués, comprobaremos que así se sobrellevan mejor los sufrimientos inherentes a la propia existencia.
Cada uno de nosotros tiene derecho a buscar y es libre de trabajar en sus propios significados personales, para darse a sí mismo la oportunidad de vivir a través de ellos.
Construirse una vida con sentido, una vida satisfactoria, una vida que merezca la pena ser vivida, nos hará menos vulnerables a las ideas suicidas cuando lleguen los malos momentos.
Si dichos significados personales están un poco diversificados, mayor protección aún para nosotros, porque tener una sola razón para vivir es como poner todos los huevos en la misma cesta.
Por lo demás, cuando las ideas suicidas ya han hecho su aparición, teniendo en cuenta que lo que está en juego es mucho (o, mejor dicho, todo), no se debe minimizar su importancia: es el momento de pedir ayuda profesional. Cada caso concreto debe estudiarse en manos especializadas, para encontrar la mejor manera de ayudar a través de la terapia adecuada.
Vicente Bay