Esta semana pasada, las autoridades chinas han levantado el bloqueo en la ciudad de Wuhan. Poco a poco, sus habitantes vuelven a la normalidad. Atrás quedan 11 semanas de encierro absoluto y un número que se nos escapa de enfermos y muertos.
En estos 76 días de confinamiento, los ciudadanos pueden haber experimentado emociones de miedo, ante la posibilidad del contagio propio o de los familiares; tristeza, por las pérdidas sufridas, humanas o materiales; ira, como expresión de la frustración y la impotencia ante la situación. Emociones que con el tiempo pueden haber dado paso a estados de ansiedad, depresión e irritabilidad, mezclados a su vez con otros momentos de tranquilidad, optimismo y esperanza.
Ahora que todo indica que la tormenta ha pasado, y después de los acontecimientos excepcionales y desoladores que les ha tocado vivir, cabe preguntarse cuáles van a ser las consecuencias psicológicas de esta experiencia. Wuhan es el espejo en el que buscamos nuestro futuro, así que muchas personas ya se empiezan a preguntar qué va a pasar cuando nuestra situación de confinamiento termine. ¿Sufriremos todos estrés postraumático?
Para aclarar este punto, primero hay que explicar una serie de conceptos relacionados con el estrés. Cuando hablamos de estrés nos referimos al proceso biológico que se activa cuando nos encontramos ante una situación que supera nuestros recursos o pone en peligro nuestro bienestar personal.
Como ejemplo de ello, tenemos la situación que está viviendo el personal sanitario, el cual se ha visto desbordado por un exceso de casos de Covid-19 en los hospitales, cuestión agravada por la falta de material para poder realizar su trabajo (camas, respiradores, etc.) y de los equipos de protección individual (los famosos EPIs). Todas estas dificultades han incrementado el riesgo de sus pacientes y de su propia salud, aumentando con ello el nivel de amenaza percibida y, por lo tanto, el estrés.
También están viviendo una situación de estrés los trabajadores de otros sectores, como son la alimentación, las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado, los farmacéuticos, los transportistas y el resto de los trabajadores para los que el estado de alarma ha supuesto un aumento de la carga laboral y de exposición pública, con una mayor probabilidad aparejada de contagio del virus.
La situación de confinamiento también supone un acontecimiento estresante en sí mismo. Las personas confinadas han perdido la libertad de movimiento y experimentan una reclusión forzosa en casa. Además del miedo al propio contagio y el de los familiares, también pueden experimentar la desesperanza ante el numero diario de muertos, la incertidumbre sobre su futuro laboral y financiero y la impotencia por no poder hacer gran cosa para cambiar este escenario global.
Experiencias como la enfermedad, el fallecimiento de familiares y amigos, el despido laboral, las rupturas familiares o los problemas económicos son acontecimientos que en algún momento de nuestra vida es probable que vivamos. No es raro que aparezcan a lo largo de toda una vida. A estos eventos en psicología los denominamos sucesos vitales estresantes. De hecho, los momentos de estrés son consustanciales a la propia existencia. Ningún ser vivo está exento de ellos.
Los sucesos vitales estresantes suelen venir acompañados de un proceso de adaptación a las nuevas circunstancias. El afrontamiento que hacemos de este tipo de situaciones depende de la percepción personal que hagamos del propio suceso. No todas las personas valoran como estresantes las mismas experiencias. La adaptación a estos eventos depende en gran medida de la gestión emocional que cada persona haga de la situación, su ajuste y afrontamiento. Cada uno de nosotros, en base a nuestra personalidad, desplegaremos unas estrategias de gestión emocional u otras, con mayor o menor fortuna.
Cuando durante los tres primeros meses, a contar desde el inicio del suceso estresante, la persona experimenta malestar emocional de manera desproporcionada, esto es, un sufrimiento que lleva a la persona a un deterioro social, laboral y funcional, hablamos de un trastorno adaptativo. La mayor parte de estos sucesos vitales estresantes no constituyen traumas, aunque sí pueden tener graves consecuencias. Los trastornos adaptativos suelen venir acompañados de síntomas de ansiedad, depresión e insomnio, que pueden convertirse en trastornos propios si los síntomas continúan en el tiempo, requiriendo tratamiento psicológico.
Sin embargo, cuando los acontecimientos que experimentamos son excepcionalmente amenazadores para nuestra supervivencia o la de otras personas (violaciones, abusos sexuales, secuestros, ataques violentos, combates, torturas, accidentes con víctimas, actos de terrorismo o desastres naturales) y sufrimos temor, desesperanza u horror intensos, entonces nos encontramos ante sucesos potencialmente traumáticos.
Los traumas son especialmente graves cuando son provocados por otro ser humano, como es el caso de los abusos sexuales, maltrato físico y psicológico. Cuanto más cercano sea a nosotros el abusador, más traumático resulta el suceso y mayor es el daño psicológico. No obstante, en estos momentos concretos que vivimos, nos enfrentamos a un virus que, por supuesto, carece de intencionalidad y no representa para nosotros ninguna figura previa de confianza. Sin embargo, esto no quiere decir que sus consecuencias no puedan llegar a ser traumáticas, como lo son por ejemplo las derivadas de la devastación provocada por un tsunami.
El trastorno de estrés postraumático se caracteriza por que, pasado un tiempo del suceso ocurrido, volvemos a revivir la experiencia en forma de recuerdos angustiosos, involuntarios e intrusivos, a veces como pesadillas y otras veces como flashbacks; también aparecen estados disociativos (desrealización o despersonalización), malestar psicológico intenso y/o respuestas agudas de tipo fisiológico, como la ansiedad. Además, nuestra respuesta conductual a estos síntomas es la evitación. Tratamos de evitar recordar lo sucedido y acudir al lugar o zona donde los hechos ocurrieron. Predomina el estado de ánimo negativo (miedo, ira, culpa), la falta de interés en la realización de actividades, hipervigilancia, falta de concentración e irritabilidad constantes.
Estos síntomas suelen aparecer inmediatamente después del trauma. Si duran menos de un mes, estamos hablando de un trastorno por estrés agudo, que es una forma menor del trastorno por estrés postraumático que suele antecederle. Si, por el contrario, los síntomas persisten más de un mes y se complican en la forma en que hemos explicado más arriba, estaríamos hablando ya propiamente de un trastorno de estrés postraumático (TEPT). En este segundo caso, el TEPT no remitirá por sí solo y necesitará tratamiento psicológico.
Las consecuencias psicológicas de los acontecimientos que estamos viviendo dependen mayoritariamente de la situación particular que nos ha tocado vivir, cuánto nos ha impactado, cómo lo hemos gestionado emocionalmente y qué decisiones hemos tomado para afrontarla. Es decir, depende del nivel de estrés que hayamos tenido que soportar y de nuestros recursos de afrontamiento. Sin embargo, el diagnóstico de TEPT es muy poco probable en la gran mayoría de los casos, como explicamos a continuación.
Los familiares y amigos de los fallecidos tendrán que afrontar el duelo por la pérdida del ser querido. El duelo podría complicarse y llegar a duelo patológico, por las circunstancias especiales y desafortunadas que han envuelto la COVID-19, a saber: los familiares no han podido acompañar a los fallecidos durante el tiempo en que estuvieron hospitalizados, no han podido despedirse de ellos en la mayoría de los casos y ni siquiera enterrarlos como les hubiera gustado. Estas circunstancias dificultan el poder gestionar emocionalmente la pérdida sufrida. Cuando un duelo normal se complica y se vuelve patológico, entonces se cronifica en el tiempo, se agudizan los síntomas y se requiere asistencia psicológica.
Aquellas personas que hayan contraído la enfermedad o que hayan tenido contacto con la misma, sobre todo si han sido hospitalizadas, pueden desarrollar un trastorno de estrés agudo, por la sensación percibida de riesgo contra sus vidas. Que el estrés agudo evolucione hacia un trastorno de estrés postraumático es muy poco probable en estos casos, aunque podría darse con el tiempo.
Aquellas personas que, sin ser afectadas directamente por el virus, debido a los cambios sufridos en sus vidas hayan desarrollado estados de ansiedad e irritabilidad intensos, angustia o estados de ánimo depresivos, pueden llegar a padecer trastornos adaptativos, los cuales, si no se resuelven con éxito, podrán desembocar en trastornos de ansiedad y/o depresión en el futuro.
Otras personas, no obstante, afrontarán con éxito el estrés derivado de cualquiera que sea su situación y volverán a su rutina diaria sin mayores problemas de adaptación.
La aparición del TEPT es más probable en el colectivo de profesionales sanitarios. Los trabajadores sanitarios están agotados por el aumento de la carga laboral; han luchado por evitar muchas pérdidas humanas (ocurridas a veces por falta de medios); se han visto impactados por la muerte en soledad de los fallecidos; han estado más expuestos al contagio y al miedo asociado que ello supone; se han visto sometidos a difíciles dilemas éticos en la toma de decisiones médicas. En definitiva, un trastorno de estrés agudo, que es la antesala del TEPT, estaría más que justificado. En caso de mantenerse el cuadro de síntomas por estrés agudo más de un mes, podría derivar en un trastorno de estrés postraumático, el cual requerirá tratamiento psicológico.
En resumen, como suele ocurrir en psicología, sólo hay una respuesta a todas estas preguntas. La respuesta es: depende. Todo depende de múltiples factores, porque cada situación es distinta, cada personalidad es única y cada persona es, en definitiva, un ser complejo con sus carencias y virtudes, un ser humano tratando de hacerlo lo mejor posible.
Vicente Bay y Lorena Fernández